El estallido en el Puente de La Concordia, en Iztapalapa, es una de esas tragedias que nadie quiere asumir como propia, pero que desnuda con crudeza el desorden con que este país permite la circulación de riesgos ambulantes. El saldo, de al menos 14 personas muertas y decenas de heridos, no es un simple dato: es la consecuencia directa de la negligencia, el desinterés y la complicidad de un sistema que finge regular lo que nunca ha querido controlar de fondo.
El señalamiento del abogado y militante del Partido del Trabajo, Víctor Torres López, no es una exageración retórica. Cuando afirma que “todos los accidentes son previsibles”, está tocando la fibra más incómoda de la política mexicana: la incapacidad del Estado para anticipar lo obvio. Expertos han advertido por años que transportar gas LP por zonas urbanas es una apuesta suicida. Pero los avisos se archivan, las normas se relajan y las calles se convierten en trampas mortales a cambio de mantener el negocio en movimiento.
El caso de Iztapalapa expone una cadena de fallas estructurales. Un vehículo obsoleto, un chofer al volante de una bomba rodante, una zona saturada de tráfico y población, y un marco normativo que parece diseñado para no cumplirse. Nadie puede alegar sorpresa. Aquí el azar no jugó ningún papel: la tragedia fue el resultado lógico de una suma de omisiones. Señalar solo al conductor sería tan mezquino como inútil. La responsabilidad es compartida entre autoridades laxas, empresas que privilegian el ahorro sobre la seguridad y un sistema de supervisión que opera, en el mejor de los casos, a medias.
Las preguntas que deja este episodio son tan claras como urgentes: ¿quién autorizó la circulación de una pipa en condiciones tan precarias?, ¿por qué sigue permitido que materiales altamente peligrosos crucen colonias densamente pobladas?, ¿qué antecedentes tenía la empresa responsable y por qué no se les detuvo antes? La impunidad, si se instala de nuevo, será una condena anticipada para otras familias que mañana sufrirán la misma historia.
Torres López pone sobre la mesa una agenda impostergable: una reforma estructural en protección civil y un sistema nacional de control y monitoreo del transporte de sustancias peligrosas. Lo ocurrido en Iztapalapa debe ser más que una tragedia mediática; tiene que convertirse en el punto de quiebre para repensar cómo este país protege la vida de sus ciudadanos frente a los intereses de empresas y gobiernos que han hecho del descuido su rutina. No actuar sería aceptar que los muertos de hoy son solo el prólogo de los que vendrán.